Fecha de escritura original del texto: 7 de febrero de 2020.
Publicada en primer lugar en: la revista Perfiles de la Facultad de Humanidades y Educación (FHyE) de la Universidad Central de Venezuela (UCV).

I.
El único y verdadero Dios de la fatalidad o necesidad
(Victor Hugo y Spinoza)

El filósofo Baruch Spinoza planteó un sistema racionalista de pensamiento en el que ni Dios (Spinoza 1980, 80-2) ni el hombre son libres (ibídem, 171-5). El primero porque solo puede hacer lo que se sigue de su naturaleza (ibídem, 80-6), y el segundo porque solo puede hacer lo que las causas exteriores ―cadena innumerable― le permitan (ibídem, 326). Tan radical es su manera de concebir el mundo, que llega a decir sobre los hombres que creen ser libres: «sueñan con los ojos abiertos» (ibídem, 175).

En este sentido, no es extraño que se plantee la cuestión respecto a si la obra spinoziana es fatalista o no. Es decir, que se trata de dilucidar si el determinismo expuesto por Spinoza puede entenderse como lo inevitable, lo necesario, el sino, el hado, el destino imparable del hombre. Por lo dicho breve y escuetamente desde el comienzo queda implícito que es así, porque ni siquiera Dios posee lo que se llama «voluntad libre» (ibídem, 80-6).

Lo que sí cabe aclarar en este punto, es que la «necesidad absoluta» que podría adjudicar dicho filósofo a Dios y al universo, no coincide con la opinión del vulgo o de la mitología. Es decir que, mientras muchos ―incluyendo a (Platón 2007, 426) en República 617 b-c― consideraron que la Fatalidad era la diosa de lo inevitable y madre de las tres moiras (pasado, presente y futuro), Spinoza no habría creído en nada de eso, porque para él solo hay un Dios (Spinoza 1980, 50-1) que se revela a la razón humana y no en las entrañas de los animales (Spinoza 2008, 62), lo que quiere decir que estaba en contra de la superstición y a favor de la «luz natural» (ibídem, 63 y 67).

En contraposición a este filósofo, y desde el ámbito de la literatura, está la postura del novelista Victor Hugo, quien retomó el concepto mitológico de Fatalidad de la Antigua Grecia y lo estableció como el hilo conductor de una de sus historias, la novela Nuestra Señora de París, mejor conocida como El jorobado de Notre-Dame. En dicha narración, desde el comienzo (Hugo 2008, 7) se menciona la palabra griega correspondiente a la diosa de lo inevitable (la transliteración es Ananké), y es, por decirlo así, el entramado donde todos los personajes viven dentro del papel. Prevalece, podríamos decir con Kundera, la unidad o continuidad del tema sobre la acción o la biografía (Kundera 2009, 65-6). Pero, ¿acaso es posible la duda sobre el punto común a todos sus personajes? Se trata de la tragedia, del drama, del angustiante destino del corazón humano.

Hugo, en su papel de dios para sus historias, en esta se muestra especialmente frío y calculador, ya que plantea y desarrolla una multitud de tópicos tan amplia que puede considerarse realmente una «novela filosófica», siguiendo su propia definición (Hugo 2008, 130). En ese sentido, los dolores que unen a todos sus «egos exprimentales» (Kundera 2009, 47) son distintos y el mismo, visto de varias maneras: diferentes porque cada uno vive su particular drama, y el mismo porque todos sufren por la misma causa, la Fatalidad.

Esa diosa es la manifestación de la imposibilidad de hacer cualquier cosa para escapar de la necesidad del mundo, de lo inevitable. Es la impotencia del hombre frente a Dios, al universo, y frente a sus propias acciones y pasiones. No controla nada ni en sí mismo ni a su alrededor, es simplemente una marioneta del destino, o un títere cuyos hilos de movimiento se prolongan en una serie de causas innumerables que llegan hasta la divinidad. Hemos venido, en la ficción de Hugo, a amar y sufrir por ese sentimiento, y no podemos hacer nada al respecto. Somos pequeñas moscas atrapadas en la red de la araña:

He ahí un símbolo de todo. La mosca vuela, está alegre, acaba de nacer; busca la primavera, el aire libre, la libertad. ¡Oh, sí!, pero va a chocar contra el rosetón fatal, sale la araña, la araña horrible. ¡Pobre bailarina! ¡Pobre mosca predestinada! […] ¡Es la fatalidad! ¡[…] Tú eres la araña! ¡[…] Tú eres también la mosca! ¡Volabas hacia la ciencia, hacia la luz, hacia el sol, sólo pensabas en llegar al aire libre, a la plena luz de la verdad eterna; pero, al abalanzarte hacia la claraboya deslumbrante que da al otro mundo, al mundo de la claridad, de la inteligencia y de la ciencia, mosca ciega, doctor insensato, no has visto esa sutil tela de araña, tendida por el destino entre la luz y tú, te has lanzado sobre ella con toda tu fuerza, pobre loco, y ahora te debates, con la cabeza rota y las alas arrancadas, entre las férreas antenas de la fatalidad! […] ¡Dejad hacer a la araña! (Hugo 2008, 389).

II.
El falso dios de la casualidad o sinsentido
(Kundera)

El novelista Milan Kundera abarca y desarrolla la noción de Dios como «Deus absconditus» (Kundera 2009, 151) en dos de sus libros: El arte de la novela y La inmortalidad. La misma se refiere a la creencia de que Dios solo fue el inventor del universo, pero luego dejó de intervenir en el mismo, abandonándolo al caos, al absurdo y al sinsentido; en fin, es la postura que considera la creación como huérfana y perdida a la deriva sin ton ni son. Es también el presupuesto compartido por todos aquellos hombres que consideran que cada individuo debe velar por sí mismo, y que la vida toda solo es un punto entre dos paréntesis de soledad absoluta: el nacimiento y la muerte.

Si bien podría creerse que esta perspectiva fundamenta el ateísmo, es razonable creer que no es así realmente, sino que es la base de otra postura espiritual: el deísmo. En primer lugar y ante todo porque el ateo niega la existencia de la única deidad, al considerarla indemostrable, por lo que no admitiría la posibilidad de que el universo entero estuviese abandonado y olvidado por Dios. En segundo lugar, porque los deístas sí creen en la existencia de la divinidad creadora del mundo y el hombre, pero, a diferencia de la mayoría de las religiones monoteístas, consideran que Dios no se muestra en los libros revelados y sagrados de los diversos creyentes, sino que su más perfecta manifestación está en el orden, complejidad y armonía que conforman la esencia de su creación, que se rige por leyes inviolables de la naturaleza, o por lo que antes se conocía como «verdades eternas».

Expuesto de esta manera, parece deducirse que Kundera como tal no defiende en sus obras un deísmo, pero creemos que al menos uno de sus «egos experimentales» (personajes) sí lo hace: el padre de Agnes, quien hablaba de Dios como «el Creador de la computadora cósmica» (Kundera 2010, 20-2). Aclarado esto, cabe explicar que el atrevimiento del novelista checo en contra de la deidad no acaba en plantear que la misma abandonó su creación, sino que, contra todos, deístas y religiosos, niega el supremo orden y sublime concordia de toda la existencia del universo, al hablar de un dios de la casualidad, como el verdadero en oposición al Dios de la fatalidad o necesidad de la filosofía y la religión (ibídem, 274).

Por si esto fuera poco, en cierto momento se burla de manera indiferente del decálogo de la ley judía al decir que estaba incompleto por no incluir el «no mentirás» (ibídem, 135). Pero lo cierto es que dicho «undécimo mandamiento» (ibídem, 134) sí se encuentra en la ley de Moisés, como queda constatado en Éxodo 20:16 (Moisés et. al. 2017, 91) y Marcos 10:19 (ibídem, 1101). Su irreverencia no se conforma con ello, sino que luego incita a sus lectores a ir en contra de las dos reglas infranqueables del cristianismo: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, cuando explica dos maneras de evadir la computadora cósmica (Kundera 2010, 306). La primera de ellas es amar a una persona más que a Dios, y la segunda irse a un convento para no vivir en sociedad (ibídem, 306-7). Las consecuencias de ambas transgresiones son obvias, pero no está de más hacer énfasis en ellas: al amar a alguien que es finito y por naturaleza perecedero, se fundamenta la propia felicidad en la base más frágil e inestable que se pueda concebir, y con ello se desprecia totalmente a la única divinidad que dio vida a todo lo que existe. Por otro lado, al aislarse del resto de la humanidad, no se puede amar a todos como iguales, y no se les puede ayudar siempre que se tenga las posibilidades para ello, por lo que no solo se evita hacerles un bien que mejore su vida, sino que incluso se les hace un mal por un egoísmo injustificable.

Queda demostrado, de esta manera, que el pequeño dios de la casualidad y el sinsentido que propone Kundera es una ofensa y una burla absurda frente a la perfección y excelencia del verdadero Dios de la fatalidad y la necesidad.

III.
La telaraña de Dios

Colerus, biógrafo clásico de Spinoza, trae a colación una anécdota también relacionada con los arácnidos: «cuando buscaba algún otro pasatiempo, se procuraba unas arañas y las hacía pelearse entre sí o buscaba algunas moscas, las echaba en la tela de una araña y contemplaba con tal placer esa batalla que hasta se echaba a reír» (Domínguez 1995, 114). De este modo, queda todavía más patente el determinismo y la necesidad absoluta de la divinidad en su sistema de pensamiento.

Todos los hombres y todas las mujeres no son más que moscas en la telaraña de Dios. Y tenemos, como bien describía Hugo en su novela (Hugo 2008, 389), la cabeza decapitada y las alas desgarradas de antemano ―desde que nacemos―, porque no hay huida posible a la red de la causalidad, a la fatalidad inherente al destino humano: no hay libertad y tenemos que vivir con ello. Por eso es que el filósofo expone la potencia humana en tanto «conciencia de la determinación»: es decir, saber que lo que llamamos «decisión» en el ámbito del pensamiento es una «determinación» en el ámbito de la extensión o de la realidad efectiva (Spinoza 1980, 174). Esto se refiere a que no realizamos nuestras acciones porque las queremos, sino que las hacemos y las deseamos porque hay una serie casi infinita de causas exteriores que nos impelen a actuar y tener apetitos de una manera específica y no de otra. Las diferencias entre un individuo y cualquier otro está, entonces, en que cada quien permanece sujeto hasta su muerte a distintas causas o cadenas. O, siguiendo la metáfora literario-filosófica, está en otra parte de la telaraña de Dios.

En el mismo sentido que Spinoza, pero añadiéndole más drama, se puede entrever el fragmento ya citado de la novela de Hugo, donde incluso se afirma que cada hombre es la araña y la mosca, porque todos estamos sujetos a la fatalidad. Esto implica la confirmación de lo expuesto más arriba sobre el filósofo: que Dios tampoco es libre, y, por lo tanto, que es tan esclavo de su creación como nosotros, pequeños e ínfimos seres infinitamente imperfectos. Tanto la única divinidad como la humanidad comparten, entonces, un mismo yugo que les oprime: la racionalidad del universo y sus leyes, las «verdades eternas» que dominan absolutamente toda la existencia. De modo que, para intentar establecer una diferencia, se puede decir que los hombres son miserable e infinitamente impotentes (en cuanto su libertad se refiere) y Dios es sublime e infinitamente impotente (por las mismas causas).

Así, resulta que un filósofo, regido por su «espíritu teórico» (Kundera 2009, 188), y un novelista, regido por su «espíritu de humor» (ídem), llegaron a la misma conclusión: que Dios, como nuestro Padre Universal, nos determina y nos necesita a partes iguales, a nosotros sus hijos, quienes a su vez lo definimos y lo anhelamos en todo momento. Si es verdad que la humanidad entera está vulnerable e impotente en la telaraña de Dios, también lo es que ni la divinidad misma puede escapar a sus hilos, a su red, a su fatalidad plena de necesidad absoluta. Por eso es razonable creer con firmeza aquello de que, tanto Dios como los hombres, necesitamos amor.

El Padre Universal no sería nada sin sus hijos, pues solo representaría una abstracción, un universal sin contenido particular, una infinitud separada de la finitud, una perfección que no conoce ni busca curar a lo imperfecto. Pero, con más certeza aún, los hijos no serían nada sin su Padre, vagarían por el mundo creyendo en el caos, en el desorden, en la falta de sentido, y, sobre todo, en la terrible casualidad, que aborrece la necesidad. Peor todavía: los hijos sin su Padre creerían que la felicidad, el amor y la sabiduría son sueños imposibles, o que son fútiles y su búsqueda inútil.

Ese es el mundo en que Kundera ha decidido vivir, o, al menos, aquel que retrata en La inmortalidad: un mundo olvidado de (y por) la única deidad. Pero, qué ironía, hasta él está consciente de que todos, Dios y los hombres, estamos enredados en los mismos hilos invisibles: «preferirían la vida antes que el amor y volverían a caer voluntariamente en la telaraña del Creador» (Kundera 2010, 306).

IV.
Bibliografía

Domínguez, Atilano. 1995. Biografías de Spinoza. Madrid, España: Alianza Editorial.
Hugo, Victor. 2008. Nuestra Señora de París. Madrid, España: Alianza Editorial.
Kundera, Milan. 2009. El arte de la novela. México D.F.: Tusquets Editores.
Kundera, Milan. 2010. La inmortalidad. Barcelona, España: Tusquets Editores.
Moisés et. al. 2017. La Biblia de estudio: Dios habla hoy con deuterocanónicos de acuerdo al orden alejandrino. Brasil: Sociedades Bíblicas Unidas.
Platón. 2007. La República o el Estado. Madrid, España: Editorial Espasa Calpe.
Spinoza, Baruch. 2008. Tratado teológico-político. Madrid, España: Alianza Editorial.
Spinoza, Baruch. 1980. Ética demostrada según el orden geométrico. Madrid, España: Ediciones Orbis.

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