Imagen

La caracterización más profunda y singular que pudiera encontrarse en Los hermanos Karamazov, de Dostoiévski, no le pertenece a ninguno de sus protagonistas principales, los que casi nunca están «fuera de foco». «Más profunda y singular», porque, justamente, todo aquello que se relaciona directamente con el símbolo, es lo que generalmente se puede hallar fácilmente en la superficie. Esa «manera de proceder», ese objeto en la superficie de la obra, está representada en la figura del contemplador.

Aquél personaje que, queriéndolo o no, tiene la particular sensibilidad para lograr abstraerse del mundo lo suficiente, y, aún así, no dejar de observar y comprender todo lo que frente a sus ojos pasa. Esa capacitación suya, que lo impulsa a reafirmar una virtuosa paciencia, es, quizá, el secreto de que, en su silencio, cualquier caos, pueda encontrar un cauce.

Niebla, una poesía del misterio. Una curiosidad atenuante. Perspectiva, una sugestión de la perfección. Un anhelo apremiante. Música, un impulso de abstracción. Un buscar y encontrar, un aspirar, un suspirar.

La contemplación es la que, desde los primeros segundos, lleva de la mano ésta obra de Dolan. La niebla, la perspectiva, la música; todo en ella, desde el comienzo, remite a la búsqueda de la perfección personificada en Kubrick, también hace referencia directa a la sugestiva selección musical de la que ha demostrado ser un experto, nuestro Woody Allen, y, aún más, también redirige la mirada hacia la lealtad y confianza que ha demostrado tener Tim Burton por sus actores predilectos.

Sería tremendamente insatisfactorio intentar diseccionar quién es realmente el contemplador aquí. Si dejáramos a un lado cualquier subjetividad, podríamos decir que ésa figura es transferida de manera perfectamente clara, en un orden respectivo. En primer lugar, estaría la perspectiva, la idea. En segundo, la mente que logró disponer de ciertos hechos, para poder concluir y reafirmarse en la perspectiva, en la idea. En tercero, el yo consciente que disecciona esa idea. En cuarto, quienes escuchan la idea, y su explicación. En quinto, quienes la apoyan. En sexto, los actores que intentan representarla. En séptimo, la mente del espectador, en la butaca del cine, o en la cama o silla de su casa. En octavo, el yo de quien vio, y de alguna manera, vivió determinada perspectiva, gracias, principalmente, a su capacidad de empatía. La figura del contemplador es así, una de naturaleza no directamente orgánica, aunque sí relacionada a ella, un espejo frente a otro, el potencial de sensibilización ante una determinada «realidad».

Laurence, es, a su vez, superficie y símbolo. Casi podría esperarse que, en vez de «Laurence, de cualquier manera» (traducido como «Laurence, sea como sea» bajo otros criterios), el título de esta obra debía haber sido «Elogio a la extravagancia». ¿Por qué? Habría que tomar en cuenta toda la historia para llegar a esa conclusión. Pero, para no adelantar, podría examinarse rápidamente el recorrido, la carrera de este jovial director. «Yo maté a mi madre», su ópera prima, nos adelantó lo que Laurence, por ahora, nos reveló en su totalidad: el afán de vivacidad en la caracterización que busca, encuentra, y muestra Xavier Dolan. El joven que, con tendencia al conflicto, decide mostrarse a  su madre, luego de un punto álgido de caos, en su verdadera naturaleza, es una representación tenue de la postmodernidad que caracteriza el siglo XXI, el afán de la diferencia, a su vez que dibuja la necesidad de contacto que parece mostrarse en matices distintos según cada caso, pero teniendo como solución la misma perspectiva  o idea, ser amados. Por otra parte, su ópera secunda (¿estará bien escrito?), «Los amores imaginarios», desarrolló con mayor efectividad cierto gusto por lo que en Laurence nos atrapa desde el comienzo: la necesidad de abstracción, del mundo, de la cotidianidad del ser. ¿Cómo lo hizo? Regresando a la tan respetada objetividad, podríamos aludir a la cámara lenta, la música sincronizada y emotiva, y a la fijación especial en la cabeza entera de los actores, ya fuese en su aspecto frontal u opuesto, signos claros de querer sugestionar para poder impresionar. Olvidando esto, diríamos que sólo se trató de una poesía visual no muy común, la mismísima contemplación. Si el afán de vivacidad de este jovial director, representado por las curiosidades respectivas de sus dos primeros largometrajes, no reluce realmente ni podría hacerlo, el calificativo de extravagante, no sabría decir, de momento, qué podría describirse como tal.

De cierta forma es asumido por una parte que, en lo que respecta a una cotidianidad, un factor que influya en la «ecuación» para lograr valores, o equivalencias distintos, es en varios casos, necesario. ¡He ahí el dilema, pues! Tanto Laurence como Fred (o Frederique, específicamente), son individualidades particulares, contemplativas, que no sólo se enfocan en la sociedad y sus reglas, sería algo reduccionista creer eso, lo hacen a su vez, en el poder y la voluntad, conceptos manejados en la filosofía como altamente relevantes. Sus idas y vueltas, alrededor de un argumento cíclico, no-completamente-lineal, absorben la humanidad en sí misma. Objetivamente, podríamos (o podría, ¡que afán de querer ser una multitud cuando estos pensares y sentires son propios!) decir, que el hecho de que de alguna forma absorban algo del espectador, podría explicarse como una proyección que hace éste, comparando, elevando o igualando, ciertas experiencias propias, a las que, los actores en su representación, dejan detrás de sí para ser contempladas.

La humanidad es, y para esto no se requiere mucha reflexión, un conjunto de individualidades que continuamente se expresan, y se conectan unas con otras. Al conjunto se le denomina comúnmente colectividad, ¿pero existe algo más allá de la contínua expresión y comunicación, que represente esta colectividad? ¡Regresemos a la filosofía! Poder y voluntad, el poder podría ser una manifestación de la voluntad, y ser ésta en sí misma, la búsqueda o anhelo de «algo». Esto, bajo una determinada perspectiva, intentando ser lo más general posible ¡Error gravísimo! Las individualidades entonces, se expresarían y comunicarían entre ellas, establecerían relaciones de poder específicas, y, de esta manera, manifestarían su voluntad, su anhelo de «…». La cuestión se complica, o se simplifica, al ser comprobable que existen relaciones de poder y voluntades características a toda la colectividad denominada humanidad. ¡Algunos ejemplos, por favor! Muy bien, ¿una relación de poder? La amistad. ¿Una voluntad? ¡Y no quiero que se me acuse de repetitivo! Ser amados.

Laurence, tanto como Fred, anhelaban ser amados. A través de sus idas y vueltas notaron, quizá con nostalgia anticipada, o con pesimismo post-erior, que su mutua relación de poder era de carácter destructivo. ¡No se les puede culpar de ingenuos! No había manera de que pudieran prever todo lo que sucedería, aquél día en el que, bajo el eco ilusorio de un elegante candelabro, sus miradas se encontraran por vez primera. Ambos eran factores influyentes de cambio, quizá no en sí mismos, pero sí en su entorno, en las personas que a su lado aguardaban, que a su lado sonreían o suspiraban. Aquella responsabilidad, así como el común inconveniente de haber nacido, sin haber sido pedida, sino impuesta, es lo que, desde un comienzo, a través de la niebla, de la perspectiva y de la música, se lograba entrever en el horizonte lejano de un pez de aguas profundas. Esa marca de  fatalidad con la que marca Dolan a sus personajes, espero (¡no «esperemos»!) que no sea un vivo o al menos cercano reflejo de su propia vida, ya sea en su etapa infantil, en la adolescente, o en la presente. Y, si bien ser amados era su primera voluntad, ya que ésta es tan variable, es posible que, no sea la última. Una sonrisa de esperanza nostálgica surge en mi rostro ante esa perspectiva, ante ésa idea.

Ante su responsabilidad asumida se postra mi propio contemplar. La vida, tal y como podría describirla Laurence o Fred (a su manera), es un continuo elogio de la normalidad. Eso sí, dentro del marco de las posibilidades, cualquiera de las interpretaciones que  se pudiese dar a esto, no debería encaminarse ni relacionarse con el propósito colectivo de una gran parte, que establece que, lo mejor y lo más razonable en muchos casos, es renegar de la comunidad, para afirmar la  individualidad. Sí, es razonable pensar y actuar en base a ello, pero antes de siquiera considerar eso, revalorando la objetividad, habría de preguntarse cómo sería posible  saber en primer lugar, si cierto matiz o característica de la propia individualidad, sería realmente valedero de transferir a la humanidad; y luego de eso, por qué y bajo qué medios/recursos habría de realizarse.

La sensibilidad ante una realidad, o la contemplación, ante esta obra, pueden alcanzar límites ambiguos. Quizá, y es lo más probable, me haya dejado impresionar o sugestionar por el afán de vivacidad que me ha mostrado Dolan con tres largometrajes, haciendo especial hincapié en éste. ¿Por qué es lo más probable? Porque mis relaciones de poder, y mi propia voluntad, han sido desarrollados bajo la perspectiva de ser capaces de apasionarse realmente por algo. La pasión, es para mí un concepto de apropiación. Todo aquello que me apasiona, ya es mío en cierta forma.

Sería poco decir que Dolan me ha cautivado, no querría describirlo, de cualquier manera (sea como sea).